lunes, 19 de enero de 2015

Glicerina, el componente más valioso de un jabón natural


La cantidad de pruebas que les hago pasar a los pobres jabones. De dureza, espuma, cremosidad, limpieza…, es como un juego donde tienes que encontrar al mejor.
El primer acierto es reconocer el aceite que, sin necesidad de mezclarlo con otros, pueda hacer un buen jabón y por encima de todo sea emoliente y nutritivo, aquí no hay dudas, es el de oliva.
De a poco vas descubriendo los secretos para perfeccionarlo. ¿Quieres más espuma?, ¿un poco más de limpieza?, ¿endurecer la pastilla? Nada como el aceite de coco, entre un 15 y un 25 por ciento.
Un 1 – 1,5 % lo reservo para la cera de abeja, me baja el nivel de enranciamiento y suaviza la pastilla.
Y por último dejar un 10 % para seguir experimentando con otros aceites, hay tantos.
Respecto al sobreengrasado (aceite extra que opcionalmente se le añade a un jabón), no excedo del 5%, con aceites biológicos y mantecas. Prefiero mantenerlo bajo y no correr el riesgo que se enrancie. La estabilidad de un jabón, muy delicada, puede verse afectada en estos casos por los cambios de temperatura y sobre todo por la humedad ambiental. Nunca se me estropeó por debajo de este porcentaje. Unos cuantos que puse a prueba durante un año con más del 5 % se echaron a perder, no todos, algunos (igualmente los utilicé, sus propiedades son las mismas, pero huelen a aceite pasado). De este modo aprendí que, como la elaboración de un jabón no es ciencia exacta y depende de muchos factores, debía, primero, ajustarme a sus fórmulas y después, tantear qué podría mejorarlo sin extralimitarme.
Para mí, la calidad humectante de un jabón la aporta la glicerina no el excedente de grasa. Con una acertada y equilibrada mezcla de aceites de calidad y una correcta elaboración te aseguras un buen resultado.
Extras que suelo poner en un jabón y me van muy bien son la cerveza (sin alcohol y sin espuma) y la leche de cabra, no dan problemas y lo enriquecen. Con la miel hay que tener cuidado, se debe poner poca y disuelta en agua. Lo mismo pasa con los hidrolatos y extractos, me complicaban bastante y fui rebajando la cantidad. Macerados, de raíces, hojas, flores o frutos, con aceite de oliva que no falten, nunca te van a decepcionar. Y ojo con el agua, algunas dificultan la saponificación (reacción química). La que más le gusta al jabón es la destilada.
A partir de aquí, con cualquier aditivo nuevo que se me ocurra poner tengo que cruzar los dedos y puede que, en alguna intentona, descubra al jabón de mi vida.
En fin, me parece que no he aclarado mucho el tema, que estamos expuestas siempre a los caprichos de nuestro jabón. Bueno, es un aliciente que nos mantiene muy entretenidas.
A los jabones de la foto los tuve un día entero sumergidos en agua (solo hasta la mitad) para ver qué cantidad de glicerina soltaban. Ganó el redondo que lo hice únicamente de aceite de oliva macerado con romero y rosas. La verdad que sentí mucho remojarlos durante toda una noche, sea en aras de la ciencia.






¡Por fin! ¡Por fin llegó la nieve!














lunes, 5 de enero de 2015

Jaboncitos faciales de tilo y rosas



Cómo echo de menos la noche de Reyes, la de verdad, la de los Magos de Oriente que vienen de muy lejos.
Hace pocos días charlaba con Justi, una argentinita de diez años, y se refería a ellos como “esos tres muchachos”, yo no podía reírme más.
Muchachos o reyes, qué más da, pero que nunca deje de ser una noche de sueños.



"Pinceladas de una noche de Reyes

Recuerdo aquella Navidad con la nostalgia de quien ha perdido un cachito de su vida. Momentos llenos de hechizo, tan plenamente vividos, que lamentas no poder reproducirlos. Sólo la memoria intenta crear hologramas de los mejores retazos de aquellos días.
Tendría por aquel entonces unos siete añitos y en casa reinaba un ambiente de felicidad difícil de explicar. Todo era alegría, sabíamos que lo que se celebraba era algo muy  hermoso. Mi madre, preparaba la masa que luego convertiría en sabrosos pestiños y  roscos. Mientras, yo a escondidas hurtaba algunas piezas, procurando que no lo notara, para luego golosamente comerlas en el portal de casa junto a mis amigos.
Mi hermano Antonio, descolgó la hoja de una de las puertas, para usarla de plataforma sobre la que montó un gracioso Belén. No le faltaba detalle, incluso hizo un riachuelo con auténtica agua. Mi hermano Miguel compró tres preciosos Reyes Magos montados en camellos, que se añadieron a las menudas figuritas que guardábamos de años anteriores. Para disimular la diferencia de tamaño entre las majestuosas efigies de los Reyes y el resto de los pequeños motivos, éstos, se colocaron estratégicamente para dar la sensación de lejanía.
Al montar el portal, hecho habilidosamente de corcho, y adornarlo con el Niño, (que parecía una pulguita) San José, la Virgen, la mula y el buey,  aquello tomó vida en mi imaginación.  Todo parecía adquirir movimiento, hasta olía a oriente (un olor proveniente de la casa de nuestros vecinos musulmanes; donde el ardiente carbón, el cordero, el cilantro y los dulces marroquíes, asaltaban de tarde en tarde nuestro olfato)
Mi hermano Miguel, puso los tres Reyes frente al portal y entonces se desbordó mi ambición, ansiando egoístamente todos los regalos que pudieran llevar sus camellos.
El esperado día llegó. Me encontraba atacado de los nervios, no conseguía relajarme, presentía que algo maravilloso ocurriría aquella noche.
Después de ver la cabalgata, me acostaron antes de lo previsto, con la excusa de que los Reyes necesitaban a los niños dormidos (Por aquel entonces no se usaba el dejarles ni calcetines ni viandas para su larga noche de trabajo).
No podía conciliar el sueño, me levanté varias veces y se enfadaron conmigo, obligándome a volver a la cama. Supongo que al final quedé rendido y Morfeo me acogería entre sus brazos.
Serían las dos de la madrugada, cuando mi hermano Miguel, acercándose a mi cama, me despertó susurrando despacito  - ¡Manín, levántate, que han venido los reyes!-  Con los ojos pegados salí de la habitación, me asomé al salón, sorprendiéndome un ambiente rojizo; la mesa llena de paquetes, y un Rey mago con su corona y una gran barba blanca como la nieve, que me dejó clavado. -¡Se me puso carne de gallina!-  Me miraba serio, invitándome con la mano a acercarme. Yo al ver esa escena y aquel pedazo de majestad, salí corriendo en estampida, pegando un salto para meterme de nuevo en la cama y taparme hasta las orejas. Oí risas, pero como un caracol en su concha me escondía más y más, casi no podía respirar. ¡Dios, que susto! -Nunca pude explicar el porqué de esa sensación. Pasado un buen rato, volvió mi hermano Miguel para decirme que el rey ya no estaba y que podía ver lo que me había traído.
No las tenía todas conmigo y mirando aquí y allá por si volvía el Rey barbudo, accedí a ir a ver, bueno realmente, a tomar posesión de mis regalos.
Lo que siguió fue un derroche de auténtica felicidad. Abrir los paquetes ver y sentir lo que había en su interior, algo inenarrable. No importaba si me habían traído esto o aquello, lo esencial es que habían viajado hasta mí y eso era suficiente. Noche de Reyes, ¡Pura Magia!"

Mariano Álvarez